vamos a robar. (artículo de etiqueta negra)
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vamos a robar. (artículo de etiqueta negra)
Una prisión de la que nadie quiere escapar (o eso temen sus críticos)
En las afueras del pueblo de Leoben, en Austria, hay una cárcel donde muchas paredes son de vidrio y las celdas parecen departamentos de soltero. Su arquitecto dice que su lujoso diseño sirve para rehabilitar a los presos. Sus críticos dicen que, con semejantes comodidades, cualquiera se animará a robar un banco. ¿Qué ocurre cuando un país intenta tratar mejor a sus criminales?
el articulo tiene como 3 hojas y sería muy largo de colgarlo acá, asi que dejo el enlace por siacaso.
http://entretenimiento.latam.msn.com/articulo_etiquetanegra.aspx?cp-documentid=22434664&imageindex=2
En las afueras del pueblo de Leoben, en Austria, hay una cárcel donde muchas paredes son de vidrio y las celdas parecen departamentos de soltero. Su arquitecto dice que su lujoso diseño sirve para rehabilitar a los presos. Sus críticos dicen que, con semejantes comodidades, cualquiera se animará a robar un banco. ¿Qué ocurre cuando un país intenta tratar mejor a sus criminales?
Parece extraño decirlo, sin embargo es cierto: castigamos a la gente con arquitectura. La construcción es el método. Ponemos a los criminales en cuartos cerrados, dentro de una estructura cerrada, y los dejamos bajo llave por un lapso determinado.
No siempre fue así. La prisión es un invento relativamente reciente: no fue hasta el siglo XVIII que la encarcelación se convirtió en nuestra forma de castigar más recurrente. Es verdad, han existido calabozos y recintos similares por un buen tiempo, pero estaban generalmente destinados a los traidores y enemigos políticos y, más adelante, a los deudores. Los criminales más comunes podían esperar otro tipo de sanción: la ejecución, por ejemplo, o varios tipos de castigo físico; trabajos forzados y servicio militar; humillación pública; recaudación coactiva y multas; exilio; pérdida de privilegios y propiedades; y así por el estilo. Hemos llegado a considerar muchas de estas prácticas bárbaras, injustas o salvajemente imprácticas, pero su sola existencia debería ir en contra de la idea de que hacerse cargo de los criminales poniéndolos dentro de un ambiente cerrado es la manera natural de proceder.
Para redondear la idea, hay algo acerca de las prisiones que despierta la imaginación de la gente. Alberti discutía sobre ellas, el artista italiano Giovanni Piranesi las dibujaba, el pensador inglés Jeremy Bentham se animó a proponer alguna. Pero el hecho de imaginar las condiciones del encarcelamiento rara vez se traslada directamente al diseño. El Panóptico de Bentham, una estructura circular con un puesto de vigilancia enclavado en el medio, estaba diseñado para demostrar que la vigilancia era un método de control tan poderoso como las trancas y pestillos. Una idea que ha entusiasmado a más de un estudioso del tema, aunque nunca se haya llegado a construir.
En realidad, durante mucho tiempo las prisiones, incluyendo algunas de las más conocidas –la Torre de Londres, por ejemplo–, eran castillos, fortalezas o torreones reacondicionados; y aun en los Estados Unidos, donde no existían edificios de ese tipo, la construcción de prisiones era un asunto ad hoc. Entre los primeros que intentaron mezclar la propia ideología, moralidad y principios de diseño en una construcción planificada al detalle, estuvieron los cuáqueros de Pennsylvania, cuyo modelo del siglo XVIII era de una frugalidad típica: consistía en celdas donde los convictos debían ser mantenidos en perfecto aislamiento, para que pudieran explorar sus propias almas y encontrar el camino hacia Dios. Un sistema alternativo, conocido como el modelo Auburn, surgió pocos años después. Se enfocaba más en el potencial de rehabilitación del trabajo, de manera que incluía mayores espacios donde los prisioneros pudieran trabajar juntos; pero al igual que el anterior, proponía que pasaran el resto del tiempo aislados.
Y allí, en buena cuenta, es donde se acaban las ideas. Las técnicas de vigilancia se renuevan y refinan, los materiales cambian, los niveles de seguridad se introducen y perfeccionan. Los términos varían, de «penitencia» a «encarcelamiento» a «corrección», pero en esencia es casi lo mismo. Las tienes en rectángulos o círculos; en abanico o en hileras; de ladrillo o concreto o contenedores marítimos; puedes tener puestos de vigilancia desde los que se hace la supervisión vía circuito cerrado de televisión, puertas electrónicas, una celda de aislamiento… Pero es básicamente el mismo edificio: una gran institución que alberga a muchos convictos en pequeñas celdas por años y años.
¿Funciona el encarcelamiento? Parece una pregunta definitiva, pero la respuesta depende de lo que esperes que realice la prisión, y esto no es algo tan fácil de decidir. Aún si asumimos que existen razones buenas y sensatas para encerrar a la gente, persiste el debate sobre a qué propósito sirve. Desalentar el crimen se asume como un objetivo, pero nadie sabe en realidad si la cárcel impone una pausa efectiva a los criminales en potencia. «Es absurdo pensar que mientras peores hagas estos sitios, será menor la reincidencia», apunta Michael Jacobson, quien fuera comisionado del Departamento de Correccionales de New York bajo la administración del alcalde Rudy Giuliani y es ahora director del Instituto de Justicia Vera, un grupo de investigación que trabaja en el campo de la justicia criminal. «En primer lugar, es difícil empeorar a muchos de estos lugares. Además, la gente sigue cometiendo crímenes aun después de cumplir sentencias en el tercer círculo del Infierno. No vas a disuadirlos con la amenaza del cuarto círculo». Más aún, muchos crímenes son cometidos en circunstancias fortuitas o por criminales avezados que se asumen invencibles. Pocas personas en cualquiera de las dos circunstancias se detienen a pensar en dónde podrían acabar. Cuando le pregunté a uno de los reos de Leoben si le sorprendía lo agradable que podía ser el lugar, replicó que no; lo que lo sorprendía era que lo hubieran atrapado.
En realidad, aunque a la mayoría de nosotros nos cueste admitirlo, usamos las prisiones como centros de almacenamiento, poniendo a la gente dentro con la esperanza de que, al menos, cinco años tras las rejas signifiquen cinco años en los que no puedan cometer más crímenes. Esto se llama simplemente «almacenaje», y lo hacemos con abrumadora frecuencia.
Los Estados Unidos tienen la tasa más alta de encarcelamiento en el mundo, de lejos. Es nueve veces más alta que la de Gran Bretaña. Uno de cada cien estadounidenses adultos está en prisiones federales o estatales, o en carceletas locales; uno de cada treinta varones de entre veinte y treinta y cuatro años, uno de cada nueve adultos si hablamos de la población de raza negra, en el mismo rango de edad. En resumen, los estadounidenses mantienen a cerca de 2,3 millones de adultos tras las rejas. Si la población penal total fuera tratada como una ciudad, sería la cuarta mayor ciudad en el país, justo detrás de Chicago y por encima de Houston. Más aún, las tasas de encarcelamiento se han elevado, disparado en realidad, en los últimos treinta años: ajustando las cifras al crecimiento de la población penal en los Estados Unidos, en el 2009 hay cerca de cuatro veces más personas en prisión que en 1980. En respuesta, hemos construido a toda prisa cientos de prisiones. Pero ni por asomo son suficientes: las instalaciones están al límite, las unidades están sobrepobladas a un nivel grotesco y el espacio para los servicios médicos y psicológicos se ha hecho muy inadecuado. Discutimos mucho la idea de la rehabilitación, pero hacemos muy poco para hacer que se concrete. Cerca del setenta por ciento de los prisioneros que son liberados son arrestados nuevamente en un lapso menor a tres años. El resultado, parafraseando a un conservador ministro del Interior británico, ha sido «una manera cara de empeorar a la gente mala».
Para ser justos, los arquitectos prominentes no están haciendo fila para asumir la tarea de mejorar las cárceles. Muchos de los colegas de Hohensinn estarían felices de diseñar un juzgado, pero pocos están tan ansiosos de construir una penitenciaría, aunque ambos sean los extremos opuestos de un mismo sistema. La construcción de una nueva prisión por lo general queda a cargo de un puñado de firmas más o menos anónimas, un proceso que desalienta la innovación. Quien obtenga el encargo será informado de cuántas camas se necesitan, qué tipo de medidas de seguridad, cuánto espacio se necesita en la clínica, el área de recreación, los puestos de vigilancia. Las prisiones son como grandes cajas, tan anónimas y anodinas como un supermercado Wal-Mart.
Jeff Goodale, director de diseño de correccionales en HDR, una gran firma de arquitectos con base en Omaha, fue demoledoramente franco acerca de lo que debía enfrentar. «Cuando empecé en el negocio, en los años setenta –me dijo–, había un enfoque muy progresista hacia el diseño de prisiones. Existía un énfasis en la creación de ambientes que se prestasen para la rehabilitación: edificios bajos, más a escala humana. En los años ochenta y noventa, la tendencia fue orientada a amontonar gente en las prisiones, encerrarlas, despojarlas de la mínima consideración. Gastamos fortunas en seguridad, y ello hizo muy poco por la reinserción». Goodale siguió describiendo lo que le gustaría ver que suceda, un ideal que se aproximaba a lo visto en Leoben. «Eso funciona, y bien –dijo–. No implica aumentos significativos en el costo de construcción, y genera ahorros en mantenimiento, vandalismo, demandas, agresiones, cuidado médico». Pero luego añadió un toque de realismo: «Al final del día, mis clientes son mis clientes. Se nos ha dicho que no podemos hacer que las prisiones se vean demasiado bien, porque el público no lo aceptaría».
Quizá esto se deba a que la mayoría de la gente jamás ha visto una prisión. Las instalaciones en Leoben son parte de un complejo diseñado por el mismo arquitecto, que alberga dos juzgados y unas oficinas más mundanas como los registros públicos locales. Cometes un crimen, vas a la carceleta, luego a la corte y, si eres condenado, vas a prisión, y el hecho de que las tres instalaciones sean contiguas está pensado para recordarte, y a todos los que te rodean, que el proceso se apoya en una serie de instituciones, fluyendo de una a otra.
En contraste, las nuevas prisiones norteamericanas están en el campo, donde la tierra y la mano de obra son más baratas, y las medidas de seguridad son más fáciles de establecer. Y dado que la elección del terreno es el primer paso en el diseño, todo se deriva de ello. Una cárcel rural no requiere una fachada pública. No necesita articular ningún sentido de orgullo cívico o justicia comunitaria, porque no hay nadie en las inmediaciones para verla, fuera de los propios prisioneros, los guardias y el visitante ocasional. Y existen otros costos sociales. Como señala Jonathan Simon, un profesor de leyes en Berkeley, los convictos tienden a provenir de las ciudades, los guardias no. Los conflictos culturales surgen de manera inevitable. El trabajo especializado –doctores, psicólogos y afines– es más difícil de encontrar en las zonas rurales, al igual que los voluntarios que trabajan en muchos de los programas de rehabilitación. Las familias de los convictos de clase obrera o de familias pobres a menudo no pueden costear viajar unos cuantos cientos de millas para visitar a sus parientes. Como resultado, los prisioneros tienen aún más dificultad para mantener los lazos con las vidas que dejaron detrás.
Y no son sólo los reos y sus seres queridos los que sufren. Casi toda persona consultada me respondió al instante que tanto los guardias como los internos están encerrados juntos. «Los oficiales purgan cadenas perpetuas, en turnos de ocho horas», me dijo Michael Jacobson, el encargado del Instituto Vera. A un nivel sorprendente, entonces, ambas partes desean lo mismo: que las prisiones sean más seguras y más humanas. Y creen que la mejor manera de lograrlo es con más interacción entre los convictos y sus celadores. Quieren unidades más pequeñas, menos anónimas. Anhelan más luz natural. El debate sobre el diseño de las prisiones no debe empezar y terminar con la interrogante de cómo es vivir dentro de una, sino también considerar cómo es trabajar dentro de ella.
No siempre fue así. La prisión es un invento relativamente reciente: no fue hasta el siglo XVIII que la encarcelación se convirtió en nuestra forma de castigar más recurrente. Es verdad, han existido calabozos y recintos similares por un buen tiempo, pero estaban generalmente destinados a los traidores y enemigos políticos y, más adelante, a los deudores. Los criminales más comunes podían esperar otro tipo de sanción: la ejecución, por ejemplo, o varios tipos de castigo físico; trabajos forzados y servicio militar; humillación pública; recaudación coactiva y multas; exilio; pérdida de privilegios y propiedades; y así por el estilo. Hemos llegado a considerar muchas de estas prácticas bárbaras, injustas o salvajemente imprácticas, pero su sola existencia debería ir en contra de la idea de que hacerse cargo de los criminales poniéndolos dentro de un ambiente cerrado es la manera natural de proceder.
Para redondear la idea, hay algo acerca de las prisiones que despierta la imaginación de la gente. Alberti discutía sobre ellas, el artista italiano Giovanni Piranesi las dibujaba, el pensador inglés Jeremy Bentham se animó a proponer alguna. Pero el hecho de imaginar las condiciones del encarcelamiento rara vez se traslada directamente al diseño. El Panóptico de Bentham, una estructura circular con un puesto de vigilancia enclavado en el medio, estaba diseñado para demostrar que la vigilancia era un método de control tan poderoso como las trancas y pestillos. Una idea que ha entusiasmado a más de un estudioso del tema, aunque nunca se haya llegado a construir.
En realidad, durante mucho tiempo las prisiones, incluyendo algunas de las más conocidas –la Torre de Londres, por ejemplo–, eran castillos, fortalezas o torreones reacondicionados; y aun en los Estados Unidos, donde no existían edificios de ese tipo, la construcción de prisiones era un asunto ad hoc. Entre los primeros que intentaron mezclar la propia ideología, moralidad y principios de diseño en una construcción planificada al detalle, estuvieron los cuáqueros de Pennsylvania, cuyo modelo del siglo XVIII era de una frugalidad típica: consistía en celdas donde los convictos debían ser mantenidos en perfecto aislamiento, para que pudieran explorar sus propias almas y encontrar el camino hacia Dios. Un sistema alternativo, conocido como el modelo Auburn, surgió pocos años después. Se enfocaba más en el potencial de rehabilitación del trabajo, de manera que incluía mayores espacios donde los prisioneros pudieran trabajar juntos; pero al igual que el anterior, proponía que pasaran el resto del tiempo aislados.
Y allí, en buena cuenta, es donde se acaban las ideas. Las técnicas de vigilancia se renuevan y refinan, los materiales cambian, los niveles de seguridad se introducen y perfeccionan. Los términos varían, de «penitencia» a «encarcelamiento» a «corrección», pero en esencia es casi lo mismo. Las tienes en rectángulos o círculos; en abanico o en hileras; de ladrillo o concreto o contenedores marítimos; puedes tener puestos de vigilancia desde los que se hace la supervisión vía circuito cerrado de televisión, puertas electrónicas, una celda de aislamiento… Pero es básicamente el mismo edificio: una gran institución que alberga a muchos convictos en pequeñas celdas por años y años.
¿Funciona el encarcelamiento? Parece una pregunta definitiva, pero la respuesta depende de lo que esperes que realice la prisión, y esto no es algo tan fácil de decidir. Aún si asumimos que existen razones buenas y sensatas para encerrar a la gente, persiste el debate sobre a qué propósito sirve. Desalentar el crimen se asume como un objetivo, pero nadie sabe en realidad si la cárcel impone una pausa efectiva a los criminales en potencia. «Es absurdo pensar que mientras peores hagas estos sitios, será menor la reincidencia», apunta Michael Jacobson, quien fuera comisionado del Departamento de Correccionales de New York bajo la administración del alcalde Rudy Giuliani y es ahora director del Instituto de Justicia Vera, un grupo de investigación que trabaja en el campo de la justicia criminal. «En primer lugar, es difícil empeorar a muchos de estos lugares. Además, la gente sigue cometiendo crímenes aun después de cumplir sentencias en el tercer círculo del Infierno. No vas a disuadirlos con la amenaza del cuarto círculo». Más aún, muchos crímenes son cometidos en circunstancias fortuitas o por criminales avezados que se asumen invencibles. Pocas personas en cualquiera de las dos circunstancias se detienen a pensar en dónde podrían acabar. Cuando le pregunté a uno de los reos de Leoben si le sorprendía lo agradable que podía ser el lugar, replicó que no; lo que lo sorprendía era que lo hubieran atrapado.
En realidad, aunque a la mayoría de nosotros nos cueste admitirlo, usamos las prisiones como centros de almacenamiento, poniendo a la gente dentro con la esperanza de que, al menos, cinco años tras las rejas signifiquen cinco años en los que no puedan cometer más crímenes. Esto se llama simplemente «almacenaje», y lo hacemos con abrumadora frecuencia.
Los Estados Unidos tienen la tasa más alta de encarcelamiento en el mundo, de lejos. Es nueve veces más alta que la de Gran Bretaña. Uno de cada cien estadounidenses adultos está en prisiones federales o estatales, o en carceletas locales; uno de cada treinta varones de entre veinte y treinta y cuatro años, uno de cada nueve adultos si hablamos de la población de raza negra, en el mismo rango de edad. En resumen, los estadounidenses mantienen a cerca de 2,3 millones de adultos tras las rejas. Si la población penal total fuera tratada como una ciudad, sería la cuarta mayor ciudad en el país, justo detrás de Chicago y por encima de Houston. Más aún, las tasas de encarcelamiento se han elevado, disparado en realidad, en los últimos treinta años: ajustando las cifras al crecimiento de la población penal en los Estados Unidos, en el 2009 hay cerca de cuatro veces más personas en prisión que en 1980. En respuesta, hemos construido a toda prisa cientos de prisiones. Pero ni por asomo son suficientes: las instalaciones están al límite, las unidades están sobrepobladas a un nivel grotesco y el espacio para los servicios médicos y psicológicos se ha hecho muy inadecuado. Discutimos mucho la idea de la rehabilitación, pero hacemos muy poco para hacer que se concrete. Cerca del setenta por ciento de los prisioneros que son liberados son arrestados nuevamente en un lapso menor a tres años. El resultado, parafraseando a un conservador ministro del Interior británico, ha sido «una manera cara de empeorar a la gente mala».
Para ser justos, los arquitectos prominentes no están haciendo fila para asumir la tarea de mejorar las cárceles. Muchos de los colegas de Hohensinn estarían felices de diseñar un juzgado, pero pocos están tan ansiosos de construir una penitenciaría, aunque ambos sean los extremos opuestos de un mismo sistema. La construcción de una nueva prisión por lo general queda a cargo de un puñado de firmas más o menos anónimas, un proceso que desalienta la innovación. Quien obtenga el encargo será informado de cuántas camas se necesitan, qué tipo de medidas de seguridad, cuánto espacio se necesita en la clínica, el área de recreación, los puestos de vigilancia. Las prisiones son como grandes cajas, tan anónimas y anodinas como un supermercado Wal-Mart.
Jeff Goodale, director de diseño de correccionales en HDR, una gran firma de arquitectos con base en Omaha, fue demoledoramente franco acerca de lo que debía enfrentar. «Cuando empecé en el negocio, en los años setenta –me dijo–, había un enfoque muy progresista hacia el diseño de prisiones. Existía un énfasis en la creación de ambientes que se prestasen para la rehabilitación: edificios bajos, más a escala humana. En los años ochenta y noventa, la tendencia fue orientada a amontonar gente en las prisiones, encerrarlas, despojarlas de la mínima consideración. Gastamos fortunas en seguridad, y ello hizo muy poco por la reinserción». Goodale siguió describiendo lo que le gustaría ver que suceda, un ideal que se aproximaba a lo visto en Leoben. «Eso funciona, y bien –dijo–. No implica aumentos significativos en el costo de construcción, y genera ahorros en mantenimiento, vandalismo, demandas, agresiones, cuidado médico». Pero luego añadió un toque de realismo: «Al final del día, mis clientes son mis clientes. Se nos ha dicho que no podemos hacer que las prisiones se vean demasiado bien, porque el público no lo aceptaría».
Quizá esto se deba a que la mayoría de la gente jamás ha visto una prisión. Las instalaciones en Leoben son parte de un complejo diseñado por el mismo arquitecto, que alberga dos juzgados y unas oficinas más mundanas como los registros públicos locales. Cometes un crimen, vas a la carceleta, luego a la corte y, si eres condenado, vas a prisión, y el hecho de que las tres instalaciones sean contiguas está pensado para recordarte, y a todos los que te rodean, que el proceso se apoya en una serie de instituciones, fluyendo de una a otra.
En contraste, las nuevas prisiones norteamericanas están en el campo, donde la tierra y la mano de obra son más baratas, y las medidas de seguridad son más fáciles de establecer. Y dado que la elección del terreno es el primer paso en el diseño, todo se deriva de ello. Una cárcel rural no requiere una fachada pública. No necesita articular ningún sentido de orgullo cívico o justicia comunitaria, porque no hay nadie en las inmediaciones para verla, fuera de los propios prisioneros, los guardias y el visitante ocasional. Y existen otros costos sociales. Como señala Jonathan Simon, un profesor de leyes en Berkeley, los convictos tienden a provenir de las ciudades, los guardias no. Los conflictos culturales surgen de manera inevitable. El trabajo especializado –doctores, psicólogos y afines– es más difícil de encontrar en las zonas rurales, al igual que los voluntarios que trabajan en muchos de los programas de rehabilitación. Las familias de los convictos de clase obrera o de familias pobres a menudo no pueden costear viajar unos cuantos cientos de millas para visitar a sus parientes. Como resultado, los prisioneros tienen aún más dificultad para mantener los lazos con las vidas que dejaron detrás.
Y no son sólo los reos y sus seres queridos los que sufren. Casi toda persona consultada me respondió al instante que tanto los guardias como los internos están encerrados juntos. «Los oficiales purgan cadenas perpetuas, en turnos de ocho horas», me dijo Michael Jacobson, el encargado del Instituto Vera. A un nivel sorprendente, entonces, ambas partes desean lo mismo: que las prisiones sean más seguras y más humanas. Y creen que la mejor manera de lograrlo es con más interacción entre los convictos y sus celadores. Quieren unidades más pequeñas, menos anónimas. Anhelan más luz natural. El debate sobre el diseño de las prisiones no debe empezar y terminar con la interrogante de cómo es vivir dentro de una, sino también considerar cómo es trabajar dentro de ella.
el articulo tiene como 3 hojas y sería muy largo de colgarlo acá, asi que dejo el enlace por siacaso.
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s.heaven.knows- (It's Good) To Be Free
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Fecha de inscripción : 23/06/2008
Re: vamos a robar. (artículo de etiqueta negra)
osea ...si les dan comodidades esta mal si los tienen de a 20 en un cuarto de 3 x 3 los tienen mal nada es conforme ..interesante articulo
Re: vamos a robar. (artículo de etiqueta negra)
Eso me da unas animadas ...
Gaby ^^- I Only Need are Cigarettes & Alcohol
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