Khat, la droga que enloquece al África más pobre
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Khat, la droga que enloquece al África más pobre
Mascan sus hojas de cuatro a seis horas diarias para experimentar un efecto similar al de la anfetamina. El consumo del arbusto 'Catha Edulis' es algo tan cotidiano y arraigado en países como Etiopía y Somalia que su cultivo en Yemen casi ha acabado con los productos de la agricultura tradicional, que el gobierno se ve obligado a importar.
Los yemeníes recuerdan con sorna los esfuerzos ímprobos que abanderó el primer ministro, Muhsin Al-Aini, a partir de 1972, contra el consumo de khat.
Primero consiguió que el entonces jefe de estado, Abdul-Rahman Al-Iryani -que también era una reconocida figura religiosa- emitiera una fatwa (pronunciamiento legal en el Islam, emitido por un especialista en ley religiosa sobre una cuestión específica) que incidía en el carácter anti-islámico de dicha práctica. La proclama tuvo el mismo efecto que la que apadrinó el imán Sharaf Ed-Din en el siglo XIX: ninguno.
El jefe del gobierno recurrió entonces a una iniciativa ciertamente singular. Según relata el autor Yusuf Al-Shiraif en la revista Weghat Nazar, Al-Aini importó una cantidad ingente de orugas de Egipto, pensando que podían arrasar las plantaciones del arbusto. "Pero parece ser que los gusanos egipcios rechazaron intervenir en ese operativo", rememora Al-Shiraif con ironía.
El político debía de ser un personaje terco, ajeno al desaliento, porque como última estratagema decidió lanzar una campaña publicitaria contra la planta basada en poemas y escritos de reconocidos intelectuales. Uno de los participantes en la ofensiva ideológica, Ahmed Al-Mualimi, escribió un verso recordado no por su valor literario, sino por la polémica que generó: El khat es diabólico y su cura es muy difícil, es un insulto y una vergüenza, nos está hundiendo en el barro, es una plaga...
Palabras devastadoras, debió de pensar Al-Aini, que ordenó, raudo y veloz, que la composición se difundiera en todos los diarios oficiales. La iniciativa fue abortada incluso antes de pasar a la linotipia (máquina para componer textos). El primer ministro descubrió que Al-Mualimi redactó y declamó los versos mientras mascaba khat en un maqial, la tradicional sesión vespertina que dedica la sociedad yemení a este hábito.
El consumo de khat es una de las tradiciones más arraigadas de este país árabe, y lo ha sumido en un complejo debate. Entre un 50 y un 80% de la población masculina masca esta planta, de efecto similar al de las anfetaminas, sobre la que hay un entramado de devoción y crítica.
En cualquier recorrido por el interior de Yemen se suceden los cultivos de esta especie, reconocibles porque aparecen cubiertos con telas de colores tan vivos (rojos, amarillos o naranjas) como inusuales en un paisaje especialmente árido. La ruta hacia Mahwit, al noroeste de Saná, está plagada de precarias tuberías tendidas, a través de terrenos yermos, que concluyen en las únicas extensiones verdes de la región: los plantíos de khat. "Esas plantas beben más agua que nosotros", dice con cierto humor negro Nridin Ahmed al-Maani, un niño de 7 años que, cada jornada, tiene que recorrer varios kilómetros para abastecer de agua a su familia.
BUENA CALIDAD. Los capitalinos no cesan de alabar la calidad de los tallos que se comercializan en Beit khatina, entre Saná y Mahwit, que si no fuera por estas plantaciones no pasaría de ser un remoto villorrio encaramado en las colinas.
Son las 12 del mediodía y el mercado local está abarrotado. Es una costumbre que se repite cada jornada en miles de recintos similares del país. Ocurra lo que ocurra, los yemeníes se abastecen a esa hora de su dosis diaria. No es una aseveración desmedida. Basta con recordar cómo esa misma escena se podía observar en Marzaq, al norte, donde los clientes eran decenas de soldados que habían abandonado la cercana línea del frente -allí se libran cruentos combates entre el ejército y la guerrilla Huzi- para adquirir la planta.
"En Somalia, los únicos aviones que llegan con puntualidad y pase lo que pase, es decir, se mate quien se mate, son los que transportan khat", manifestaba meses atrás en ese país africano el periodista Mohamed Amin, recordando que allí tienen que importarlo desde Kenia y Etiopía, en un ejercicio de perfección empresarial que desafía a la anarquía vigente en el territorio.
EN EL SALÓN. Los orígenes del khat se sitúan en el este de África, en los territorios de la actual Etiopía, aunque los yemeníes también reclaman su paternidad. Los efectos de la planta ya eran conocidos en el antiguo Egipto, donde se le otorgó un carácter sagrado. La llamaban comida divina porque pensaban que permitía una suerte de transmutación del ser humano hacia la apoteosis.
Siglos de tradición han contribuido a rodear el maqial de un ceremonial cuyo eje central es el diwan (salón), construido expresamente para el ritual. Conocido también como Al-Mafraj, la habitación alargada está dotada de cojines instalados a ras del suelo y contra la pared, donde se reclinan los asistentes. En la ciudad vieja de Saná suele ocupar el último piso de las típicas edificaciones de adobe y piedra, lo que permite disfrutar de una majestuosa panorámica.
El protocolo comienza con una cuidadosa selección de las hojas que se van a mascar, que se arrancan una a una de las ramas desdeñando el resto. Los conocedores optan sólo por los tallos más tiernos y jugosos. "El truco es mascar hasta conseguir hacer una bola en el carrillo. El efecto no es inmediato, sino que se siente al cabo de un rato. Tiene una fase ascendente, cuando la gente se muestra muy locuaz, y otra de bajada, cuando se impone el silencio", indica Salvador Asensio, un español residente en Saná, asiduo de estos cónclaves. "Nos encanta contar chistes. Es el momento ideal para hacer amigos y es durante esas horas cuando realmente se hacen los negocios", precisa Mohamed Al-Uly, un yemení de 42 años.
Sin embargo, son incontables los estudios que han alertado sobre los efectos perniciosos que conlleva. Desde el perjuicio evidente que sufre la dentadura -los graves problemas dentales son habituales- a insomnio, complicaciones cardiacas y mentales, y una disminución del rendimiento sexual. Una contrariedad casi menor si se la compara con el demoledor daño que infringe a la economía local. No se trata sólo de las casi 20 millones de horas anuales que pierden los yemeníes en mascar -estamos hablando de sesiones de entre cuatro y seis horas diarias-, sino del quebranto que estos cultivos están generando a la agricultura y los recursos hídricos del país.
"Es una práctica suicida. Está destruyendo nuestra sociedad. Están agotando las reservas de agua y obligándonos a importar comida, porque lo único que se planta es khat. Hemos pasado de producir entre 1,5 y 2 millones de toneladas de grano al año en la década de los 60 y los 70 a menos de medio millón", explica el ministro de Irrigación, Abdul-Rahman al-Iryani. El Ministerio de Agricultura yemení dice que el terreno dedicado al khat ha pasado de las 8.000 hectáreas de la década de lo 70 a las 146.810 hectáres que se contabilizaban en el 2008, y que estos plantíos requieren ya cerca del 40% del agua dedicada al riego.
Abdel Karim al-Iryani, uno de los principales asesores del presidente de Yemen, Ali Abdullah Saleh, admite que la problemática está "fuera de control". "Esta planta se ha convertido en una gran industria en la que participan muchas personas influyentes y nadie tiene la intención de ponerle freno", aduce.
Según un estudio del Banco Mundial, la producción de khat representaba en 2001 un 25% del producto nacional bruto yemení, ocupaba a un 16% de la población laboral y se había apropiado del 50% de las tierras dedicadas a la agricultura. Los nativos son capaces de gastarse en él un 20% de sus ingresos. Aquí, los precios de cada bolsa rondan los 2.000 riales (casi 7 euros). En Somalilandia, en el norte de Somalia, el kilo se comercializa a 20 dólares (15 euros), pero allí se divide en bolsas de 250 gramos para abaratar el desembolso. "La razón por la que se cultiva en un país como Yemen es pura matemática. Con un kilo de patatas consiguen ganar un dólar. Con un kilo de tomates entre cuatro y seis dólares. Y con un kilo de khat, 26 dólares", explica Ramon Scoble, experto occidental en agricultura que reside desde hace años en el país.
EXCITANTE. Este comercio multimillonario extiende su influencia a países vecinos como Etiopía, Yibuti, Somalia o Kenia. El mismísimo Banco Mundial estimó, en 2007, que Yibuti gastaba anualmente hasta 200 millones de dólares (143 millones de euros) en importar miles de toneladas del excitante vegetal. Para los países exportadores, principalmente Kenia y Etiopía, constituye un referente crucial de su economía. Según Mwangi S. Kimenyi, un experto keniano de la consultora Brookings Institution, Kenia envía 250 millones de dólares (185 millones de euros) de khat al año hacia Somalia, "desbancando al té como el producto más lucrativo de cara a la exportación". Algo similar ocurre en Etiopía, donde las 25.000 toneladas de esta planta que exportan representan unos ingresos de casi 140 millones de dólares (100 millones de euros), una cantidad que sólo supera el café y las semillas oleaginosas. Lo curioso es que, como ya ocurrió con Muhsin Al-Aini, la sociedad yemení es consciente del menoscabo que provoca la planta y son innumerables las campañas públicas que se han organizado para intentar frenar su expansión. El propio presidente Ali Abdullah Saleh prohibió su uso a funcionarios y militares en 1999. En 2003 promovió movilizaciones que reunieron a millones para erradicarlo. Pero, como en el caso de Al-Aini, esas acciones fueron tan ineficaces como precaria debía de ser la propia convicción de Saleh, que en 2007 prometió por enésima vez que iba a abandonar las sesiones de khat.
LATIGAZOS. El hábito tan sólo se reduce en algunas regiones sureñas, conocidas por sus profundas convicciones religiosas, como Hadramaut. Se da la circunstancia de que cuando este territorio era un país independiente bajo la férula del marxismo -entre 1967 y 1990-, el régimen impuso la norma de que el khat sólo se mascara los fines de semana. "Aquí es normal que los padres se opongan a la boda de su hija si descubren que el pretendiente lo consume. Los clérigos suelen criticarlo porque es una droga y tomar drogas es contrario al Islam", explica Omar Ali Makarem, estudiante de la universidad de Seiyun, la capital de la provincia de Hadramaut. El afán por mantener un severo código de conducta religioso fue también el motivo que llevó a las milicias islamistas somalíes a prohibir la planta en noviembre de 2006, tras hacerse con el poder en Mogadiscio. La prohibición concluyó muy pronto, en medio del caos que generó la invasión etíope apoyada por Estados Unidos, pero se reactivó el año pasado en algunas zonas del país, controladas por las fuerzas radicales de Al-Shabab. Ateniéndose a sus modos -proclives a los excesos- los activistas no dudaron en azotar a las féminas que se dedicaban a su comercio, llegando incluso a provocar manifestaciones en localidades como Baidoa. Sólo algunas voces de la diáspora somalí se han atrevido a aplaudir esta medida, conscientes del efecto demoledor que el estupefaciente tiene para la sociedad. "A veces, los movimientos más viles hacen algo bueno. Al-Shabab no lo ha prohibido porque esté preocupado por la salud de la población, sino porque piensa que puede llevar a la decadencia. Pero lo cierto es que la prohibición tendrá muchos beneficios en la salud de esa gente. Les permitirá ahorrar dinero, dientes y vidas. Un número incontable de esposas dejarán de ser golpeadas y cientos de niños no serán violados por hombres bajo los efectos de la más diabólica de las drogas", escribía Cabdi Yusuf en Hiraan Online, una de las páginas de información somalíes más frecuentadas por el exilio de la atribulada nación. Sumidos en una espiral que son incapaces de detener, los somalíes -como los yemeníes- resumen su ambivalencia hacia el khat con un viejo proverbio de ese pueblo africano: "Cuando mascas khat estás encima del mundo, pero cuando lo escupes el mundo se te cae encima".
Los yemeníes recuerdan con sorna los esfuerzos ímprobos que abanderó el primer ministro, Muhsin Al-Aini, a partir de 1972, contra el consumo de khat.
Primero consiguió que el entonces jefe de estado, Abdul-Rahman Al-Iryani -que también era una reconocida figura religiosa- emitiera una fatwa (pronunciamiento legal en el Islam, emitido por un especialista en ley religiosa sobre una cuestión específica) que incidía en el carácter anti-islámico de dicha práctica. La proclama tuvo el mismo efecto que la que apadrinó el imán Sharaf Ed-Din en el siglo XIX: ninguno.
El jefe del gobierno recurrió entonces a una iniciativa ciertamente singular. Según relata el autor Yusuf Al-Shiraif en la revista Weghat Nazar, Al-Aini importó una cantidad ingente de orugas de Egipto, pensando que podían arrasar las plantaciones del arbusto. "Pero parece ser que los gusanos egipcios rechazaron intervenir en ese operativo", rememora Al-Shiraif con ironía.
El político debía de ser un personaje terco, ajeno al desaliento, porque como última estratagema decidió lanzar una campaña publicitaria contra la planta basada en poemas y escritos de reconocidos intelectuales. Uno de los participantes en la ofensiva ideológica, Ahmed Al-Mualimi, escribió un verso recordado no por su valor literario, sino por la polémica que generó: El khat es diabólico y su cura es muy difícil, es un insulto y una vergüenza, nos está hundiendo en el barro, es una plaga...
Palabras devastadoras, debió de pensar Al-Aini, que ordenó, raudo y veloz, que la composición se difundiera en todos los diarios oficiales. La iniciativa fue abortada incluso antes de pasar a la linotipia (máquina para componer textos). El primer ministro descubrió que Al-Mualimi redactó y declamó los versos mientras mascaba khat en un maqial, la tradicional sesión vespertina que dedica la sociedad yemení a este hábito.
El consumo de khat es una de las tradiciones más arraigadas de este país árabe, y lo ha sumido en un complejo debate. Entre un 50 y un 80% de la población masculina masca esta planta, de efecto similar al de las anfetaminas, sobre la que hay un entramado de devoción y crítica.
En cualquier recorrido por el interior de Yemen se suceden los cultivos de esta especie, reconocibles porque aparecen cubiertos con telas de colores tan vivos (rojos, amarillos o naranjas) como inusuales en un paisaje especialmente árido. La ruta hacia Mahwit, al noroeste de Saná, está plagada de precarias tuberías tendidas, a través de terrenos yermos, que concluyen en las únicas extensiones verdes de la región: los plantíos de khat. "Esas plantas beben más agua que nosotros", dice con cierto humor negro Nridin Ahmed al-Maani, un niño de 7 años que, cada jornada, tiene que recorrer varios kilómetros para abastecer de agua a su familia.
BUENA CALIDAD. Los capitalinos no cesan de alabar la calidad de los tallos que se comercializan en Beit khatina, entre Saná y Mahwit, que si no fuera por estas plantaciones no pasaría de ser un remoto villorrio encaramado en las colinas.
Son las 12 del mediodía y el mercado local está abarrotado. Es una costumbre que se repite cada jornada en miles de recintos similares del país. Ocurra lo que ocurra, los yemeníes se abastecen a esa hora de su dosis diaria. No es una aseveración desmedida. Basta con recordar cómo esa misma escena se podía observar en Marzaq, al norte, donde los clientes eran decenas de soldados que habían abandonado la cercana línea del frente -allí se libran cruentos combates entre el ejército y la guerrilla Huzi- para adquirir la planta.
"En Somalia, los únicos aviones que llegan con puntualidad y pase lo que pase, es decir, se mate quien se mate, son los que transportan khat", manifestaba meses atrás en ese país africano el periodista Mohamed Amin, recordando que allí tienen que importarlo desde Kenia y Etiopía, en un ejercicio de perfección empresarial que desafía a la anarquía vigente en el territorio.
EN EL SALÓN. Los orígenes del khat se sitúan en el este de África, en los territorios de la actual Etiopía, aunque los yemeníes también reclaman su paternidad. Los efectos de la planta ya eran conocidos en el antiguo Egipto, donde se le otorgó un carácter sagrado. La llamaban comida divina porque pensaban que permitía una suerte de transmutación del ser humano hacia la apoteosis.
Siglos de tradición han contribuido a rodear el maqial de un ceremonial cuyo eje central es el diwan (salón), construido expresamente para el ritual. Conocido también como Al-Mafraj, la habitación alargada está dotada de cojines instalados a ras del suelo y contra la pared, donde se reclinan los asistentes. En la ciudad vieja de Saná suele ocupar el último piso de las típicas edificaciones de adobe y piedra, lo que permite disfrutar de una majestuosa panorámica.
El protocolo comienza con una cuidadosa selección de las hojas que se van a mascar, que se arrancan una a una de las ramas desdeñando el resto. Los conocedores optan sólo por los tallos más tiernos y jugosos. "El truco es mascar hasta conseguir hacer una bola en el carrillo. El efecto no es inmediato, sino que se siente al cabo de un rato. Tiene una fase ascendente, cuando la gente se muestra muy locuaz, y otra de bajada, cuando se impone el silencio", indica Salvador Asensio, un español residente en Saná, asiduo de estos cónclaves. "Nos encanta contar chistes. Es el momento ideal para hacer amigos y es durante esas horas cuando realmente se hacen los negocios", precisa Mohamed Al-Uly, un yemení de 42 años.
Sin embargo, son incontables los estudios que han alertado sobre los efectos perniciosos que conlleva. Desde el perjuicio evidente que sufre la dentadura -los graves problemas dentales son habituales- a insomnio, complicaciones cardiacas y mentales, y una disminución del rendimiento sexual. Una contrariedad casi menor si se la compara con el demoledor daño que infringe a la economía local. No se trata sólo de las casi 20 millones de horas anuales que pierden los yemeníes en mascar -estamos hablando de sesiones de entre cuatro y seis horas diarias-, sino del quebranto que estos cultivos están generando a la agricultura y los recursos hídricos del país.
"Es una práctica suicida. Está destruyendo nuestra sociedad. Están agotando las reservas de agua y obligándonos a importar comida, porque lo único que se planta es khat. Hemos pasado de producir entre 1,5 y 2 millones de toneladas de grano al año en la década de los 60 y los 70 a menos de medio millón", explica el ministro de Irrigación, Abdul-Rahman al-Iryani. El Ministerio de Agricultura yemení dice que el terreno dedicado al khat ha pasado de las 8.000 hectáreas de la década de lo 70 a las 146.810 hectáres que se contabilizaban en el 2008, y que estos plantíos requieren ya cerca del 40% del agua dedicada al riego.
Abdel Karim al-Iryani, uno de los principales asesores del presidente de Yemen, Ali Abdullah Saleh, admite que la problemática está "fuera de control". "Esta planta se ha convertido en una gran industria en la que participan muchas personas influyentes y nadie tiene la intención de ponerle freno", aduce.
Según un estudio del Banco Mundial, la producción de khat representaba en 2001 un 25% del producto nacional bruto yemení, ocupaba a un 16% de la población laboral y se había apropiado del 50% de las tierras dedicadas a la agricultura. Los nativos son capaces de gastarse en él un 20% de sus ingresos. Aquí, los precios de cada bolsa rondan los 2.000 riales (casi 7 euros). En Somalilandia, en el norte de Somalia, el kilo se comercializa a 20 dólares (15 euros), pero allí se divide en bolsas de 250 gramos para abaratar el desembolso. "La razón por la que se cultiva en un país como Yemen es pura matemática. Con un kilo de patatas consiguen ganar un dólar. Con un kilo de tomates entre cuatro y seis dólares. Y con un kilo de khat, 26 dólares", explica Ramon Scoble, experto occidental en agricultura que reside desde hace años en el país.
EXCITANTE. Este comercio multimillonario extiende su influencia a países vecinos como Etiopía, Yibuti, Somalia o Kenia. El mismísimo Banco Mundial estimó, en 2007, que Yibuti gastaba anualmente hasta 200 millones de dólares (143 millones de euros) en importar miles de toneladas del excitante vegetal. Para los países exportadores, principalmente Kenia y Etiopía, constituye un referente crucial de su economía. Según Mwangi S. Kimenyi, un experto keniano de la consultora Brookings Institution, Kenia envía 250 millones de dólares (185 millones de euros) de khat al año hacia Somalia, "desbancando al té como el producto más lucrativo de cara a la exportación". Algo similar ocurre en Etiopía, donde las 25.000 toneladas de esta planta que exportan representan unos ingresos de casi 140 millones de dólares (100 millones de euros), una cantidad que sólo supera el café y las semillas oleaginosas. Lo curioso es que, como ya ocurrió con Muhsin Al-Aini, la sociedad yemení es consciente del menoscabo que provoca la planta y son innumerables las campañas públicas que se han organizado para intentar frenar su expansión. El propio presidente Ali Abdullah Saleh prohibió su uso a funcionarios y militares en 1999. En 2003 promovió movilizaciones que reunieron a millones para erradicarlo. Pero, como en el caso de Al-Aini, esas acciones fueron tan ineficaces como precaria debía de ser la propia convicción de Saleh, que en 2007 prometió por enésima vez que iba a abandonar las sesiones de khat.
LATIGAZOS. El hábito tan sólo se reduce en algunas regiones sureñas, conocidas por sus profundas convicciones religiosas, como Hadramaut. Se da la circunstancia de que cuando este territorio era un país independiente bajo la férula del marxismo -entre 1967 y 1990-, el régimen impuso la norma de que el khat sólo se mascara los fines de semana. "Aquí es normal que los padres se opongan a la boda de su hija si descubren que el pretendiente lo consume. Los clérigos suelen criticarlo porque es una droga y tomar drogas es contrario al Islam", explica Omar Ali Makarem, estudiante de la universidad de Seiyun, la capital de la provincia de Hadramaut. El afán por mantener un severo código de conducta religioso fue también el motivo que llevó a las milicias islamistas somalíes a prohibir la planta en noviembre de 2006, tras hacerse con el poder en Mogadiscio. La prohibición concluyó muy pronto, en medio del caos que generó la invasión etíope apoyada por Estados Unidos, pero se reactivó el año pasado en algunas zonas del país, controladas por las fuerzas radicales de Al-Shabab. Ateniéndose a sus modos -proclives a los excesos- los activistas no dudaron en azotar a las féminas que se dedicaban a su comercio, llegando incluso a provocar manifestaciones en localidades como Baidoa. Sólo algunas voces de la diáspora somalí se han atrevido a aplaudir esta medida, conscientes del efecto demoledor que el estupefaciente tiene para la sociedad. "A veces, los movimientos más viles hacen algo bueno. Al-Shabab no lo ha prohibido porque esté preocupado por la salud de la población, sino porque piensa que puede llevar a la decadencia. Pero lo cierto es que la prohibición tendrá muchos beneficios en la salud de esa gente. Les permitirá ahorrar dinero, dientes y vidas. Un número incontable de esposas dejarán de ser golpeadas y cientos de niños no serán violados por hombres bajo los efectos de la más diabólica de las drogas", escribía Cabdi Yusuf en Hiraan Online, una de las páginas de información somalíes más frecuentadas por el exilio de la atribulada nación. Sumidos en una espiral que son incapaces de detener, los somalíes -como los yemeníes- resumen su ambivalencia hacia el khat con un viejo proverbio de ese pueblo africano: "Cuando mascas khat estás encima del mundo, pero cuando lo escupes el mundo se te cae encima".
Fuente: El Mundo
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