A favor del chisme.

Creo en el chisme porque ha demostrado ser la institución más respetada del Perú en toda su historia republicana. Aparte de haber provocado la caída de más poderosos y corruptos que muchas denuncias tildadas de «serias», un chisme tiene más influencia sobre los peruanos que la Iglesia, el Estado y todos sus poderes. Si no me creen, revisen los últimos escándalos políticos del país y vean exactamente cuál fue su origen: un chisme, por supuesto.

Me gusta el chisme y no tengo por qué avergonzarme. Vivo de escucharlos y difundirlos, y aunque algunas estiradas piensen que el tipo de «programuchos» como el que yo hago están pensados para las empleadas de su casa, se equivocan. Sus mejores amigas, otras estiradas con las que toman lonchecitos light en un café de moda, se memorizan -pero no lo dicen- los contenidos completos de mi programa.

Otra cosa que siempre me causa gracia es confirmar que los hombres son tan o más chismosos que nosotras. Cada vez que voy a una reunión, hasta el más discreto de mis amigos no puede con la curiosidad y me pregunta los detalles «más sabrosos, esos que no has contado» de mi último ampay, como llamo a descubrir amantes y mentirosos con las manos en la masa. Cuando me piden esto, de inmediato chismeo encantada y con todo lujo de detalles. Así que creo firmemente en el chisme y en su santidad. Me declaro fiel seguidora de sus preceptos. Debo admitirlo: soy una chismosa profesional que ha hecho de la buena y mala reputación ajena un negocio bastante apetecible.

Tampoco negarán que no hay nada mejor para mantener animada una noche de conversación que desnudar tooodos los detalles del romance que vive una mejor amiga luego de botar al vago de su ex marido. O rajar de los últimos papelones de los famosos. O simplemente hablar de lo mal que les va a los demás, en especial cuando me siento deprimida y veo que ya tengo cuarenta, me están saliendo canas y un espejo me ha acusado por la mañana de tener patas de gallo. Mis ex amigos intelectuales no pueden decir ahora que cuando hace algunos años nos sentábamos en la mesa de un bar, era sólo para discutir de literatura, la postmodernidad o de la última película de Kurosawa. Nuestro deporte favorito era rajar a morir de cosas tan profundas como la última conquista del cineasta más conocido del Perú, o de lo fea y desgreñada que se veía esa cincuentona que, casada con un periodista famosillo de la tele, vivía un apasionado -y público- affaire con otro prometedor director de cine.

También me gusta el chisme porque, sean sinceros, ¿no les causa un poquito de curiosidad saber quiénes eran mis amigos intelectuales, o quién la cincuentona enamorada y su esposo famosillo? Sí, pues. Por eso me gusta el chisme: porque en nuestra pacata e hipócrita Lima -donde a decir de González Prada, impera el pacto infame de hablar a media voz-, el chisme es la única forma de decir las cosas como son, ya que las verdades verdaderas no suelen llegar a los periódicos ni a los noticieros, a veces por temor, por conveniencia o simplemente para no incomodar a los dueños.

Me gusta el chisme porque hasta quienes lo condenan admiten su valor. Como un reputado creativo publicitario que propuso hacer la campaña de lanzamiento de mi revista a partir de inventar chismes sobre mi vida privada: algo que no me interesa, aunque lo dejo para que las ex famosas de la tele puedan llamar la atención de vez en cuando.

Por último, creo en el chisme como una sana diversión que hace, por ejemplo, que mi diablillo interior se muera de risa cuando al salir del consultorio de mi siquiatra me encuentro cara a cara con otro paciente que se queda congelado cuando me ve. Luego de su cita, seguramente llamará desesperado a sus amigos para chismearles: «¿Saben a quién acabo de ver saliendo del siquiatra? ¡A Magaly Medina!». ¿Lo puedes creer?